LA AVENTURA DE LAS CINCO SEMILLAS DE NARANJA, Sir Arthur Conan Doyle
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Sherlock Holmes, a un lado del hogar, mientras que yo, en el otro lado, estaba absorto en la lectura.
—¡Oh! Ha sonado la campanilla de la puerta. ¿Quién puede venir aquí esta noche? ¿Será un cliente?
—Entonces se tratará de un asunto grave. Nada podría, de otro modo, obligar a venir aquí a una persona con semejante día y a semejante hora. ¡Adelante!
El hombre que entró era joven, de unos veintidós años; bien acicalado y elegante.
—Debo a ustedes una disculpa —dijo. Espero que mi visita no sea un entretenimiento.
—Veo que ha venido usted desde el Sudoeste.
—Sí, de Horsham. Vine en busca de consejo y de ayuda.
—No es siempre tan fácil.
—He oído hablar de usted, señor Holmes. Que a usted no lo vencen nunca.
—Es cierto.
—Entonces, puede suceder igual en mi caso. No se trata de un caso corriente. Yo me pregunto, a pesar de todo, señor, si en el transcurso de su profesión ha escuchado jamás el relato de una serie de acontecimientos más misteriosos e inexplicables que los que han ocurrido en mi propia familia.
—Lo que usted dice me llena de interés —le dijo Holmes—. Por favor, explíquenos desde el principio.
—Me llamo John Openshaw —dijo—. Se trata de una cuestión hereditaria, de modo que, para darles una idea de los hechos, no tengo más remedio que remontarme hasta el comienzo del asunto. Deben ustedes saber que mi abuelo tenía dos hijos: mi tío Elías y mi padre José. Mi padre poseía, en Coventry, una pequeña fábrica, que amplió al inventarse las bicicletas. Poseía la patente de la llanta irrompible Openshaw, y alcanzó tal éxito en su negocio, que consiguió venderlo y retirarse con un relativo bienestar. Mi tío Elías emigró a América siendo todavía joven, y se estableció de plantador en Florida, de donde llegaron noticias de que había prosperado mucho. Hacia el 1869, regresó a Europa y compró una pequeña finca cerca de Horsham. Era un hombre extraño, arrebatado y violento. Dudo que pusiese ni una sola vez los pies en Londres durante los años que vivió en Horsham. Contra mí no tenía nada. De hecho, pidió a mi padre que me dejase vivir con él. Me hacía su portavoz junto a la servidumbre y con los proveedores, de modo que para cuando tuve dieciséis años era yo el verdadero señor de su casa. Una excepción me hizo, sin embargo; había entre los áticos una habitación independiente que estaba siempre cerrada con llave, y a la que no permitía que entrásemos ni yo ni nadie.
Cierto día, llegó una carta cuyo sello era extranjero. Al coger la carta, dijo: «¡Es de la India! ¡Trae la estampilla de Pondicherry! ¿Qué podrá ser?». Al abrirla precipitadamente saltaron del sobre cinco pequeñas y resecas semillas de naranja. Dejó escapar un chillido, y exclamó luego: «K. K. K. ¡Dios santo, Dios santo, mis pecados me han dado alcance!».
«¿Qué significa eso, tío?», exclamé.
«Muerte», me dijo, y levantándose de la mesa, se retiró a su habitación. Cuando yo subía por las escaleras, me tropecé con mi tío, que bajaba por ellas, trayendo en una mano una vieja llave roñosa, y en la otra, una caja pequeña de bronce. «Dile a Mary que necesito que encienda hoy fuego en mi habitación» Cuando llegó el abogado, me pidieron que subiese a la habitación. Ardía vivamente el fuego y se amontonaba una gran masa de cenizas negras y sueltas, como de papel quemado, en tanto que la caja de bronce estaba muy cerca y con la tapa abierta. Al mirar yo la caja, descubrí, sobresaltado, en la tapa la triple K, que había leído aquella mañana en el sobre.
«John —me dijo mi tío —, deseo que firmes como testigo mi testamento. Dejo la finca, con todas sus ventajas e inconvenientes a tu padre, de quien, sin duda, vendrá a parar a ti. Si no conseguís vivirla en calma abandonadla a vuestro peor enemigo». Firmé el documento dónde se me indicó.
Para terminar, señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una noche en que hizo una de aquellas salidas suyas de borracho, de la que no regresó. Cuando salimos a buscarlo, nos lo encontramos boca abajo, dentro de una pequeña charca recubierta de espuma verdosa que había al extremo del jardín. No presentaba señal alguna de violencia, y la profundidad del agua era sólo de dos pies, y por eso el Jurado, teniendo en cuenta sus conocidas excentricidades, dictó veredicto de suicidio.
—Un momento —le interrumpió Holmes —. Preveo ya que su relato es uno de los más notables que he tenido ocasión de oír jamás. Hágame el favor de decirme la fecha en que su tío recibió la carta y la de su supuesto suicidio.
—La carta llegó el día 10 de marzo de 1883. Su muerte tuvo lugar siete semanas más tarde, en la noche del día 2 de mayo.
—Gracias. Puede usted seguir.
—Cuando mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, llevó a cabo, a petición mía, un registro cuidadoso del ático que había permanecido siempre cerrado. Encontramos allí la caja de bronce vacía. En la parte interior de la tapa había una etiqueta de papel, en la que estaban repetidas las iniciales, y debajo de éstas, la siguiente inscripción: «Cartas, memoranda, recibos y registro.» Supusimos que esto indicaba la naturaleza de los documentos que había destruido el coronel Openshaw. Un día mi padre recibió un sobre con cinco semillas secas de naranja. «¿Qué diablos puede querer decir esto, John?», tartamudeó. A mí se me había vuelto de plomo el corazón, y dije: «Es el K. K. K.» Mi padre miró en el interior del sobre y exclamó: «En efecto, aquí están las mismas letras. Pero ¿qué es lo que hay escrito encima de ellas?»
«Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol» «¿Qué documentos y qué reloj de sol?», preguntó él. «El reloj de sol está en el jardín. No hay otro —dije yo —. Pero los documentos deben ser los que fueron destruidos», «¡Puf! —dijo él, aferrándose a su valor—. ¿De dónde procede la carta?» «De Dundee». De nada valió que yo discutiese con él. El tercer día, después de recibir la carta, marchó mi padre a visitar a un viejo amigo suyo. Al segundo día de su ausencia recibí un telegrama que decía que mi padre había caído por la boca de un profundo pozo y yacía sin sentido con el cráneo fracturado. Han transcurrido dos años y ocho meses, y ya empezaba a tener la esperanza de que aquella maldición se había alejado de la familia. Sin embargo, ayer por la mañana cayó el golpe exactamente en la misma forma que había caído sobre mi padre.
—He aquí el sobre —prosiguió—. El estampillado es de Londres, sector del Este. En el interior están las mismas palabras que traía el sobre de mi padre: «K. K. K.», y las de «Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol».
—¿Qué ha hecho usted? —preguntó Holmes.
—Nada, me sentí perdido.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Sherlock Holmes —. Es preciso que usted actúe, hombre, o sí estará usted perdido.
—He visitado a la Policía.
—¿Y qué?
—Pues escucharon mi relato con una sonrisa.
—¡Qué inaudita imbecilidad!
—Sin embargo, me han otorgado la protección de un guardia, al que han autorizado para que permanezca en la casa.
—En realidad han transcurrido ya dos días desde que recibió la carta. Deberíamos haber entrado en acción antes de ahora. Me imagino que no poseerá usted ningún otro dato.
—Sí, tengo una cosa más —dijo John. Encontré esta hoja única en el suelo de la habitación de mi tío, y creo que pudiera tratarse de uno de los documentos, que quizá se le voló de entre los otros, cuando los quemó todos. No creo que nos ayude mucho, fuera de que en él se habla también de las semillas. Mi opinión es que se trata de una página que pertenece a un diario secreto. La letra es indiscutiblemente de mi tío. Holmes cambió de sitio la lámpara, y él y yo nos inclinamos sobre la hoja de papel, cuyo borde irregular demostraba que había sido, en efecto, arrancada de un libro.
El encabezamiento decía «Marzo, 1869», y debajo del mismo las siguientes enigmáticas noticias «4. Vino Hudson. El mismo programa de siempre. »7. Enviadas las semillas a McCauley, Paramore, y Swain, de St. Augustine. »9. McCauley se largó. »10. John Swain se largó. »12. Visitado Paramore. Todo bien.»
—Gracias—dijo Holmes—. Es preciso que vuelva usted a casa ahora y que actúe. Ponga usted esa hoja de papel dentro de la caja de metal que nos ha descrito. Meta asimismo una carta en la que les dirá, que todos los demás papeles fueron quemados por su tío, siendo éste el único que queda. Después de hecho eso, colocará la caja encima del reloj de sol, de acuerdo con las indicaciones. ¿Me comprende?
—Perfectamente.
—No piense por ahora en venganzas ni en nada por ese estilo.
—Le doy a usted las gracias —dijo el joven.
—No pierda un solo instante. Y, sobre todo, cuídese bien entre tanto, porque yo no creo que pueda existir la menor duda de que está usted amenazado por un peligro muy real e inminente. ¿Cómo va a hacer el camino de regreso?
—Por tren, desde la estación Waterloo. Voy armado.
—Bien está. Mañana me pondré yo a trabajar en su asunto.
—¿Le veré, pues, en Horsham?
—No, porque su secreto se oculta en Londres, y en Londres será donde yo lo busque.
Nos estrechó las manos y se retiró. Sherlock Holmes encendió su pipa.
—Creo Watson —dijo, por fin, como comentario — que no hemos tenido entre todos nuestros casos ninguno más fantástico que éste… Sobre su naturaleza no caben ya hipótesis.
—¿Cuál es, pues? ¿Quién es este K. K. K., y por qué razón persigue a esta desdichada familia?
—Estudiemos ahora la situación y veamos lo que de la misma puede deducirse. Empezaremos con la firme presunción de que el coronel Openshaw tuvo algún motivo importante para abandonar Norteamérica. El extraordinario apego a la soledad que demostró en Inglaterra sugiere la idea de que sentía miedo de alguien o de algo; de modo, pues, que podemos aceptar como hipótesis que fue el miedo lo que le empujó fuera de Norteamérica. En cuanto a lo que él temía, sólo podemos deducirlo por el estudio de las tremendas cartas que él y sus herederos recibieron. ¿Se fijó usted en las estampillas que señalaban el punto de procedencia?
—La primera traía el de Pondicherry; la segunda, el de Dundee, y la tercera, el de Londres.
—La del este de Londres. ¿Qué saca usted en consecuencia de todo ello?
—Pues que se trata de puertos de mar, es decir, que el que escribió las cartas se hallaba a bordo de un barco.
—Muy bien. Pasemos ahora a otro punto. En el caso de la carta de Pondicherry transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su cumplimiento, en el de Dundee fueron sólo tres o cuatro días. ¿Nada le indica eso?
—Que la distancia sobre la que había de viajar era mayor.
—Pero también la carta venía desde una distancia mayor. Existe, por lo menos, una probabilidad de que la embarcación a bordo de la cual está nuestro hombre, o nuestros hombres, es de vela. Yo creo que esas siete semanas representan la diferencia entre el tiempo invertido por el vapor que trajo la carta y el barco de vela que trajo a quien la escribió.
—Es posible.
—Más que posible. Probable. Comprenderá usted ahora la urgencia mortal que existe en este caso, y por qué insistí con el joven Openshaw en que estuviese alerta. El golpe ha sido dado siempre al cumplirse el plazo de tiempo imprescindible para que los que envían la carta salven la distancia que hay desde el punto en que la envían. Pero como esta de ahora procede de Londres, no podemos contar con retraso alguno.
—¡Santo Dios! —exclamé —. ¿Qué puede querer significar esta implacable persecución?
—Los documentos que Openshaw se llevó son evidentemente de importancia vital para la persona o personas que viajan en el velero. Un hombre aislado no habría sido capaz de realizar dos asesinatos de manera que engañase al Jurado de un juez de instrucción. Se proponen conseguir los documentos. Y ahí tiene usted cómo K. K. K. dejan de ser las iniciales de un individuo y se convierten en el distintivo de una sociedad.
—Pero ¿de qué sociedad?
Sherlock Holmes echó el busto hacia adelante, y dijo bajando la voz:
—¿No ha oído usted hablar nunca del Ku Klux Klan?
—Jamás.
—«Ku Klux Klan. Nombre que sugiere una fantástica semejanza con el ruido que se produce al levantar el gatillo de un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue formada después de la guerra civil en los estados del Sur por algunos ex combatientes de la Confederación. Se empleaba su fuerza con fines políticos, en especial para aterrorizar a los votantes negros y para asesinar u obligar a ausentarse del país a cuantos se oponían a su programa. Sus agresiones eran precedidas, por lo general, de un aviso enviado a la persona elegida, aviso que tomaba formas fantásticas, pero sabidas. Al recibir este aviso, la víctima podía optar entre abjurar públicamente de sus normas anteriores o huir de la región. Cuando se atrevía a desafiar la amenaza encontraba la muerte. Era tan perfecta la organización de la sociedad que apenas se registra algún caso en que alguien la desafiase con impunidad.
—Fíjese —dijo Holmes— en que el súbito hundimiento de la sociedad coincide con la desaparición de Openshaw de Norteamérica, llevándose los documentos.
—De ese modo, la página que tuvimos a la vista...
—Es tal y como podíamos esperarlo. Decía, si mal no recuerdo: «Se enviaron las semillas a A, B y C»; es decir, se les envió la advertencia de la sociedad. Las anotaciones siguientes nos dicen que A y B se largaron, es decir, que abandonaron el país, y, por último, que se visitó a C, con consecuencias siniestras para éste, según yo me temo. Creo, doctor, que podemos proyectar un poco de luz sobre esta oscuridad, y creo también que, entre tanto, sólo hay una probabilidad favorable al joven Openshaw, y es que haga lo que yo le aconsejé.
A la mañana siguiente había escampado. Cuando yo bajé, ya Holmes estaba desayunando.
—Holmes —le dije con voz firme —, llegará usted demasiado tarde.
—¡Vaya! —dijo él, dejando la taza que tenía en la mano
—Me lo estaba temiendo. ¿Cómo ha sido?
—Me saltó a los ojos el apellido de Openshaw y el titular Tragedia cerca del puente de Waterloo.
Holmes dijo, por fin:
—Esto hiere mi orgullo, Watson. Es un sentimiento mezquino, sin duda, pero hiere mi orgullo. ¡Pensar que vino a pedirme socorro y que yo lo envié a la muerte! Exclamó: —Tiene que tratarse de unos demonios astutos. ¿Cómo consiguieron desviarlo de su camino y que fuese a caer al agua? Ya veremos, Watson, quién gana a la larga. ¡Voy a salir!
Eran ya cerca de las diez cuando entró con aspecto pálido y agotado.
—¿Tuvo éxito?
—Sí.
—¿Alguna pista?
—Escuche, Watson, vamos a marcarlos a ellos con su propia marca de fábrica.
—¿Qué quiere usted decir?
Holmes cogió del aparador una naranja, y, después de partirla, la apretó, haciendo caer las semillas encima de la mesa. Contó cinco y las metió en un sobre. En la parte interna de la patilla escribió: «S.H. para J.C.» Luego puso la dirección: «Capitán James Calhoun, barca Lone Star. Savannah, Georgia.»
—Y ¿quién es este capitán Calhoun?
—El jefe de la cuadrilla. También atraparé a los demás, pero quiero que sea él el primero.
—Y ¿cómo llegó usted a descubrirlo?
—Me he pasado todo el día examinando los registros del Lloyd y las colecciones de periódicos atrasados, siguiendo las andanzas de todos los barcos que tocaron en el puerto de Pondicherry durante los meses de enero y febrero del 83. La llamada embarcación Lone Star atrajo inmediatamente mi atención porque se conoce con el nombre de Estrella Solitaria a uno de los estados de la Unión. Sabía que el barco tenía que ser de origen norteamericano.
—¿Y luego?
—Repasé las noticias de Dundee, y cuando descubrí que la barca Lone Star se encontraba allí el mes de enero del 85, mis sospechas se convirtieron en certeza. El Lone Star llegó a Londres la pasada semana. Bajé hasta el muelle me encontré con que lleva viaje hacia su puerto de origen, en Savannah. Como el viento sopla hacia el Este, estoy seguro de que se halla ahora no muy lejos de la isla de Wight.
—Y ¿qué va a hacer usted ahora?
—¡Oh, le he puesto ya la mano encima! El y los dos contramaestres son, según he sabido, los únicos norteamericanos nativos que hay a bordo. Me consta, asimismo, que los tres pasaron la noche en tierra. Lo supe por el estibador. Para cuando su velero llegue a Savannah, el vapor correo habrá llevado esta carta, y el cable habrá informado a la Policía de dicho puerto de que la presencia de esos tres caballeros es urgentemente necesaria aquí para responder de una acusación de asesinato.
Esperamos durante mucho tiempo noticias de Savannah del Lone Star, pero no nos llegó ninguna. Finalmente, nos enteramos de que allá, en pleno Atlántico, había sido visto flotando en el seno de una ola el destrozado codaste de una lancha y que llevaba grabadas las letras L. S. Y eso es todo lo que podremos saber ya acerca del final que tuvo el Lone Star.
F I N