EL CASO DE IDENTIDAD, SIR ARTHUR CONAN DOYLE.
EL CASO DE IDENTIDAD.pdf (279456)
–Los casos que salen a la luz en los periódicos– dijo Sherlock– son, por regla general, bastante sosos y bastante vulgares.
Los grandes crímenes suelen ser los más sencillos, porque, cuanto más grande es el crimen, más evidente resulta, por regla general, el móvil.
Holmes se había levantado de su sillón, y estaba en pie entre las cortinas separadas, contemplando la calle londinense, tristona y de color indefinido. Mirando por encima de su hombro, pude ver yo en la acera de enfrente a una mujer voluminosa que llevaba alrededor del cuello un boa de piel tupida, llamada Duquesa de Devonshire.
–El oscilar en la acera significa siempre que se trata de un affaire du coeur. Querría que la aconsejase, pero no está segura. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto amoroso, pero que la joven no se siente tan irritada como perpleja o dolida. Pero aquí se acerca ella en persona para sacarnos de dudas.
Mientras Holmes hablaba, dieron unos golpes en la puerta, y entró el botones para anunciar a la señorita Mary Sutherland. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea amabilidad que lo distinguía.
–¡Ay señor Holmes, si usted pudiera encontrar a mi prometido! No soy rica, pero dispongo de un centenar de libras al año, además de lo poco que gano con la máquina de escribir, y daría todo ello por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.
–Tenga, pues, la bondad de contarnos todo lo que haya referente a sus relaciones con el señor Hosmer Angel.
–Lo conocí en el baile de los gasistas –nos dijo–. Acostumbraban a enviar entradas a mi padre en vida de éste y siguieron acordándose de nosotros, enviándoselas a mi madre. Juntas fuimos al baile, acompañadas del señor Hardy, el que había sido nuestro encargado, y allí me presentaron al señor Hosmer Angel.
–Me imagino –dijo Holmes– que, cuando el señor Windibank regresó de Francia, se molestó muchísimo porque ustedes hubiesen ido al baile.
–Pues, verá usted; lo tomó muy a bien. Recuerdo que se echó a reír
–Comprendo. De modo que en el baile de los gasistas conoció usted a un caballero llamado Hosmer Angel.
–Sí, señor. Lo conocí esa noche, y al día siguiente nos visitó para preguntar si habíamos regresado bien a casa. Después de eso salimos dos veces de paseo; pero mi padre regresó a casa, y el señor Hosmer Angel ya no pudo venir de visita a ella.
–¿No?
–Verá usted, mi padre no quiso ni oír hablar de semejante cosa. No le gustaba recibir visitas, si podía evitarlas, y acostumbraba a decir que la mujer debería ser feliz dentro de su propio círculo familiar.
–¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo intento alguno para verse con usted?
–Pues verá, mi padre iba a marchar a Francia otra vez una semana más tarde, y Hosmer me escribió diciendo que sería mejor y más seguro el que no nos viésemos hasta que hubiese emprendido el viaje. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y él lo hacía diariamente. Yo recibía las cartas por la mañana, de modo que no había necesidad de que mi padre se enterase.
–¿Estaba usted ya entonces comprometida a casarse con ese caballero?
–Claro que sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos. Hosmer, el señor Angel, era cajero en unas oficinas de Leadenhall Street.
–¿En qué oficinas?
–Eso es lo peor del caso, señor Holmes, que lo ignoro.
–¿Dónde residía en aquel entonces?
–Dormía en el mismo local de las oficinas. ¿No tiene usted su dirección?
–No, fuera de que estaban en Leadenhall Street.
–¿Y adónde, pues, le dirigía usted sus cartas?
–A la oficina de Correos de Leadenhall, para ser retiradas personalmente. Me dijo que si se las enviaba a las oficinas, los demás escribientes le embromarían por recibir cartas de una dama; me brindé, pues, a escribírselas a máquina, igual que hacía él con las suyas, pero no quiso aceptarlo, afirmando que cuando eran de mi puño y letra le producían, en efecto, la impresión de que procedían de mí.
–¿No recuerda usted algunas otras pequeñeces referentes al señor Hosmer Angel?
–Era un hombre muy vergonzoso. Prefería pasearse conmigo ya oscurecido, y no durante el día, afirmando que le repugnaba que se fijasen en él. Siendo joven sufrió, según me dijo, de anginas e hinchazón de las glándulas, y desde entonces le quedó la garganta débil y como si se expresara cuchicheando. Vestía siempre muy bien, con mucha pulcritud y sencillez, pero padecía, lo mismo que yo, debilidad de la vista, y usaba cristales de color para defenderse de la luz.
–¿Y qué ocurrió cuando regresó a Francia su padrastro?
–El señor Hosmer Angel volvió de visita a nuestra casa, y propuso que nos casásemos antes del regreso de mi padre. Me hizo jurar que le sería siempre fiel. Mi madre dijo que tenía razón en pedirme ese juramento y mostraba por él mayor simpatía aún que yo. Escribí a mi padre a Burdeos, donde la compañía en que trabaja tiene sus oficinas de Francia, pero la carta me llegó devuelta la misma mañana de la boda.
–¿No coincidió con él, verdad?
–No, porque se había puesto en camino para Inglaterra poco antes de que llegase.
–De modo que su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a celebrarse en la iglesia?
–Sí, señor, pero muy calladamente. Nosotras fuimos las primeras en llegar a la iglesia, y cuando lo hizo el coche de cuatro ruedas esperábamos que Hosmer se apearía del mismo; pero no se apeó, y cuando el cochero bajó ¡allí no había nadie! El cochero manifestó que no acertaba a imaginarse qué había podido pasar. Eso ocurrió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he tenido ninguna noticia.
–Me parece que se han portado con usted de una manera vergonzosa –dijo Holmes.
–¡No señor! Era un hombre demasiado bueno y cariñoso. Durante toda la mañana no hizo otra cosa que insistir en que, ocurriese lo que ocurriese, tenía yo que seguir siéndole fiel.
–¿Según eso, usted cree que le ha ocurrido alguna catástrofe imprevista?
–Sí, señor. Creo que él previó algún peligro.
–¿No tiene usted idea alguna de qué pudo ser?
–Absolutamente ninguna.
–Otra pregunta más: ¿Cuál fue la actitud de su madre en el asunto?
–Se puso furiosa, y me dijo que yo no debía volver a hablar jamás de lo ocurrido.
–¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?
–Sí, y pareció pensar, al igual que yo, que algo le había sucedido a Hosmer, y que no volvería a tener noticias de él. ¿Qué podía, pues, haber ocurrido? ¿Y por qué no puede escribir?
Sherlock Holmes le dijo, levantándose:
–Examinaré el caso en interés de usted, y no dudo de que llegaremos a resultados concretos. Procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria.
–¿Cree usted entonces que ya no volveré a verlo más?
–Me temo que no.
–¿Qué le ha ocurrido entonces?
–Deje a mi cargo esa cuestión. Desearía poseer una descripción exacta de esa persona, y cuantas cartas del mismo pueda usted entregarme.
–Aquí tiene el texto, y aquí tiene también cuatro cartas suyas.
–Gracias. ¿La dirección de usted?
–Lyon Place, número 31, Camberwell.
–Por lo que he podido entender, el señor Angel no le dio nunca su dirección. ¿Dónde trabaja el padre de usted?
–Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes importadores de clarete, de Fenchurch Street.
–Gracias. Me ha expuesto usted su problema con gran claridad. Deje aquí los documentos, y acuérdese del consejo que le he dado.
Sherlock Holmes permaneció silencioso durante algunos minutos.
–Pues bien: cuando una señorita joven, correctamente vestida en todo lo demás, ha salido de su casa con las botas desparejas y a medio abrochar, no significa gran cosa el deducir que salió con mucha precipitación.
–¿Y qué más?
–¿Tiene usted inconveniente en leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?
El anuncio decía: «Desaparecido la mañana del día 14 un caballero llamado Hosmer Angel. De fuerte conformación, pelo negro, una pequeña calva en el centro, con largas patillas y bigote; usa gafas con cristales de color y habla con alguna dificultad. Sábese que estaba empleado en una oficina de la calle Leadenhall Street.»
–Con eso basta –dijo Holmes–. Por lo que hace a las cartas –dijo pasándoles la vista por encima– son de lo más vulgar. No existe en ellas pista alguna que nos conduzca al señor Angel, salvo la de que cita una vez a Balzac. Sin embargo, hay un detalle notable, y que no dudo le sorprenderá a usted.
–Que están escritas a máquina –hice notar yo.
–No sólo eso, sino que incluso lo está la firma. Este detalle de la firma es muy sugeridor; a decir verdad, pudiéramos calificarlo de probatorio.
–¿Y qué prueba?
–¿Es posible, querido compañero, que no advierta usted la marcada dirección que da al caso?
–Mentiría si dijese que la veo.
–Voy a escribir dos cartas que nos sacarán de dudas a ese respecto. La una para cierta firma comercial de la City y la otra al padrastro de esta señorita, el señor Windibank, en la que le pediré que venga a vernos aquí mañana a las seis de la tarde.
Me marché y lo dejé dando bocanadas a su pipa de arcilla, convencido de que, cuando yo volviese por allí me encontraría con que Holmes tenía en sus manos todas las pistas que le conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.
Al día siguiente me encontré a Sherlock Holmes sin compañía y medio dormido en su sillón.
–Qué, ¿lo resolvió usted? –le pregunté al entrar.
–Como le dije ayer, en este asunto no hubo nunca misterio alguno, aunque sí algunos detalles de interés. El único inconveniente con que nos encontramos es el de que, según parece, no existe ley alguna que permita castigar al granuja este.
–¿Y quién era el granuja, y qué se propuso con abandonar a la señorita Sutherland? No había apenas salido de mi boca la pregunta, y aún no había abierto Holmes los labios para contestar, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpecitos a la puerta.
–Ahí tenemos al padrastro de la joven, el señor Windibank –dijo Holmes–. Me escribió diciéndome que estaría aquí a las seis... ¡Adelante! El hombre que entró era corpulento y de estatura mediana, de unos treinta años de edad, completamente rasurado, de maneras melosas e insinuantes y con un par de ojos asombrosamente agudos y penetrantes.
–Buenas tardes, señor James Windibank –le dijo Holmes–. Creo que es usted quien me ha enviado esta carta escrita a máquina, citándose conmigo a las seis, ¿no es cierto?
–En efecto, señor. Siento que la señorita Sutherland le haya molestado a propósito de esta minucia, porque ¿cómo va usted a encontrar a este Hosmer Angel?
–Por el contrario –dijo tranquilamente Holmes–, tengo toda clase de razones para creer que lograré encontrar a ese señor.
El señor Windibank experimentó un violento sobresalto, y dejó caer sus guantes, diciendo: –Me encanta oír decir eso.
–Resulta curioso –comentó Holmes– el que las máquinas de escribir den a la escritura tanta individualidad como cuando se escribe a mano. No hay dos máquinas de escribir iguales, salvo cuando son completamente nuevas. Hay unas letras que se desgastan más que otras, y algunas de ellas golpean sólo con un lado. Pues bien: señor Windibank, fíjese en que se da el caso en esta carta suya de que todas las letras e son algo borrosas, y que en el ganchito de la letra erre hay un ligero defecto. Tiene su carta otras catorce características, pero estas dos son las más evidentes.
–Escribimos toda nuestra correspondencia en la oficina con esta máquina, y por eso sin duda está algo gastada –contestó nuestro visitante.
–Y ahora, señor Windibank, voy a mostrarle algo que constituye verdaderamente un estudio interesantísimo –continuó Holmes–. Tengo aquí cuatro cartas que según parece proceden del hombre que buscamos. Todas ellas están escritas a máquina, y en todas ellas se observa no solamente que las ees son borrosas y las erres sin ganchito, sino que tienen también, si uno se sirve de los lentes de aumento, las otras catorce características a las que me he referido.
El señor Windibank saltó de su asiento y echó mano a su sombrero, diciendo: –Señor Holmes, yo no puedo perder el tiempo.
–Desde luego –dijo Holmes, cruzando la habitación y haciendo girar la llave de la puerta–. Por eso le notifico ahora que lo he atrapado.
–¡Cómo! ¿Dónde? –gritó el señor Windibank.
–Señor Windibank, la cosa no tiene vuelta de hoja. Bien, siéntese, y hablemos.
–No cae dentro de la ley.
–Mucho me lo temo; pero, de mí para usted, Windibank, ha sido una artimaña cruel, egoísta y despiadada, que usted llevó a cabo de un modo tan ruin como yo jamás he conocido. Y ahora, permítame tan sólo repasar el curso de los hechos, y contradígame si en algo me equivoco.
Holmes colocó sus pies en alto y comenzó a hablar, en apariencia para sí mismo más bien que para nosotros, y dijo:
–El hombre en cuestión se casó con una mujer mucho más vieja que él; lo hizo por su dinero y, además, disfrutaba del dinero de la hija mientras ésta vivía con ellos. Valía la pena realizar un esfuerzo para conservarla. La hija era de carácter bondadoso y amable; resultaba, pues, evidente que con sus buenas dotes personales y su pequeña renta, no la dejarían permanecer soltera mucho tiempo. Ahora bien y como es natural, su matrimonio equivalía a perder cien libras anuales y, ¿qué hizo entonces para impedirlo el padrastro? Adoptó la norma fácil de mantenerla dentro de casa, prohibiéndole el trato con otras personas de su misma edad. ¿Qué hace entonces su hábil padrastro? Concibe un plan que hace más honor a su cabeza que a su corazón. Se disfrazó, con la complicidad y ayuda de su esposa, se cubrió sus ojos de aguda mirada con cristales de color, enmascaró su rostro con un bigote y un par de patillas. Rebajó el timbre claro de su voz hasta convertirlo en cuchicheo insinuante y, doblemente seguro porque la muchacha era corta de vista, se presentó bajo el nombre de señor Hosmer Angel, y alejó a los demás pretendientes.
–Quizá, señor Holmes, todo haya ocurrido de esa manera, y quizá no; pero si usted es tan agudo, debería serlo lo bastante para saber que es usted quien está faltando ahora a la ley, y no yo.
–En efecto, dice usted bien; la ley no puede castigar –dijo Holmes, haciendo girar la llave y abriendo la puerta de par en par–. Sin embargo, nadie mereció jamás un castigo más que usted.
Holmes dio dos pasos rápidos hacia el látigo, pero antes que pudiera echarle mano, resonó en la escalera el ruido de unos pasos y nosotros pudimos ver por la ventana al señor James Windibank que corría calle adelante a todo lo que daban sus piernas.
–¡Ahí va un hombre que hace sus canalladas a sangre fría! –exclamó Holmes riéndose, al mismo tiempo que se dejaba caer otra vez en su sillón.
–Todavía no veo totalmente las etapas de su razonamiento –le hice notar yo.
–Mis sospechas se vieron confirmadas por el detalle característico de escribir la firma a máquina, porque se deducía de ello que la letra suya le era familiar a la joven, y que ésta la identificaría por poco que él escribiese a mano.
–¿Y cómo se las arregló usted para comprobarlo?
–Una vez localizado mi hombre, resultaba fácil conseguir la confirmación. Me había fijado ya en las características de la máquina de escribir y envié una carta a nuestro hombre, dirigida a su lugar de trabajo, preguntándole si podría presentarse aquí. Su respuesta, tal y como yo había esperado, estaba escrita a máquina, y en ella se advertían los mismos defectos triviales pero característicos de la máquina.
–¿Y la señorita Sutherland?
–Si yo se lo cuento a ella, no me creerá.
FIN